La casa amarilla de Julio Espinosa Guerra




Yo vivo en una casa amarilla construida por las manos de
mi padre. Vivo en una tierra que ya no existe, en un
bosque donde se lee la magia en cada piedra, en cada
hormiga, en la linde de un año que multiplica los
caminos, en una palabra arada por las manos de mi
padre. Su fertilidad cría raíces en mis dedos y su flor
aroma esta página, la que lees.
Porque el más bello canto no es el canto del gorrión ni la
palabra canto ni la palabra gorrión, sino el canto y el
gorrión suspendidos en el eco de un poema.
Porque el más bello muerto es el que sigue respirando en
la arruga de un papel.

Fragmento de "La casa amarilla" 
(Pre-Textos, 2013)


¿Comprendes qué es la esperanza?


La cubierta amarilla del libro: paredes que custodian algo más que la infancia del poeta como viaje autobiográfico. El poemario ganador del premio “Villa de Cox” (Alicante) en 2012 y publicado el pasado año en la editorial Pre-Textos, es en realidad un solo poema dividido en 12 fragmentos, un poema caudaloso como el río crecido al que Juan L. Ortiz se acercaba a ver pasar los restos, un río como flujo de la conciencia que busca reconstruir los márgenes arrasados por la violencia del agua.




La casa amarilla es la casa de la memoria, aunque ésta se oculte en un bosque de falsos recuerdos. Una memoria con su carga de ficción, en el sentido de re-creación, cuando el pasado quiere reincorporarse en el presente del poema, pero que hunde sus raíces en experiencias de alto contenido de verdad. El propio Julio lo expresa con humor diciendo que, sucede como reza en esas películas que ponen los sábados por la tarde: “basada en hechos reales”. Esa honestidad vital se siente en el libro pues el poeta no se engaña respecto a la precariedad de la memoria; así, dice en la penúltima página:

“Este puñado de recuerdos son una mentira, la más bella mentira, y todo lo que en ella se presiente es verdad”

Y también es la casa de las palabras con toda su doblez, de las palabras precisas que se esconden en medio de un bosque de falsas palabras. El lenguaje recordado. Palabras que hilándose unas a otras insisten en decir lo que se queda en el aire.




Acerco el oído a las paredes de La casa amarilla de Julio Espinosa Guerra: es 1979, plena dictadura chilena y el poeta tiene cinco años. Podemos casi palpar la atmósfera de miedo y opresión que acecha fuera, el sonido de las aspas los helicópteros. Dentro, el padre talla pequeñas figuras en el cuarto más oscuro de la casa, Ernesto, su hermano, amasa el barro con ramitas para construir un puente casi imposible, la madre lava camisas y pañales en la artesa. La casa todavía late en las hojas de este libro, en esa infancia sin término que es la poesía.

Yo vivo en una casa amarilla construida por las manos de
Mi padre. Vivo en una tierra que ya no existe, dice el poeta, en un 
bosque cuya fertilidad aún cría raíces en sus dedos. 


Un homenaje al padre que levantó con sus propias manos algo más que una vivienda, la casa de la dignidad del que aún vencido no quiere arrodillarse, la casa de la resistencia íntima en medio del arrase, suturando el daño en los pequeños gestos cotidianos, fundantes, esos gestos de más calado político que cualquier pirotecnia incendiaria: 


Una sombra, una gotera cayendo sobre las camas, 
alimentando su raíz. Basta un plástico sobre las
colchas para detener el sangrado, una caricia sobre el
pelo, un buenas noches, te amo tanto…




Un poemario que recoge -como la película “El espíritu de la colmena” (1973), ambientada en la castilla inmediatamente posterior a la guerra civil - la atmósfera de un exilio interior, esa perturbadora paz de los vencidos que en la película de Víctor Erice está encarnada también por la figura del padre.

Avanza, querido viejo, hacia tu habitación. Besa el tallo de
la planta del miedo. Dale las gracias. Dile: Por ti he
sobrevivido, tú me diste las fuerzas para arar, plantar,
Injertar, regar, recoger los frutos del jardín. Besa sus
púas invisibles.

¿Comprendes qué es la esperanza?

Qué es el poema sino un puente, un puente hecho de barro y ramitas que une lado y lado, presente y pasado encontrándose en la escritura; justo a la mitad de ese puente quebradizo, la palabra poética, la palabra precisa, se yergue con todo su vértigo y temblor. 

Laura Giordani
(Texto presentación del libro, 7 de Febrero de 2014, Valencia)




Julio Espinosa Guerra (Santiago de Chile, 1974) ha publicado cinco libros de poesía, de los que destacan Las metamorfosis de un animal sin paraíso (2004, Premio Villa de Leganés), NN (2007, Premio Sor Juana Inés de la Cruz) y sintaxis asfalto (2010, Premio Isabel de Aragón, Reina de Portugal). Además ha publicado la novela El día que fue ayer (2006) y las antologías La poesía del siglo XX en Chile (España, 2005) y Palabras sobre palabras: 13 poetas jóvenes de España (Chile, 2010). Ha colaborado en publicaciones de diversos países y participado en numerosos encuentros internacionales, además de haber dado conferencias, cursos y charlas en las universidades de Göttingen, de Salamanca y de Jaén, entre otras. Su obra se encuentra recogida en numerosas antologías y revistas chilenas, españolas, mexicanas y argentinas, y ha sido traducida parcialmente al sueco, alemán, italiano e inglés. Director de la Escuela de Escritores de Zaragoza y de la revista de creación y pensamiento poéticos Heterogénea, en el año 2011 se le otorgó el prestigioso Premio de Poesía de la Fundación Pablo Neruda a la trayectoria poética. En el año 2013 Alfaguara publicará en Chile su segunda novela, La fría piel de agosto. Reside en España desde 2001.


Ríos y mareas: Andy Goldsworthy y la obra del tiempo




Ríos y Mareas (Rivers and Tides), película de Thomas Riedelsheimer que se adentra en el trabajo artístico de Andy Goldsworthy, escultor de la naturaleza, un artista británico que desde hace veinte años crea obras de arte en espacios naturales de todo el mundo sin otras herramientas que sus manos.

Música
"Rivers And Tides: Part VI.", de Fred Frith 



Andy Goldsworthy nació en 1956 en Cheshire y pasó su juventud en Yorkshire. Se formó en el Bradford College of Art, donde ya mostró un claro interés por trabajar en y con la naturaleza. También fue allí donde empezó a hacer fotografías de sus trabajos para poder mostrarlas a los profesores. Lo que nació como una necesidad de documentación, a lo largo de los años se ha convertido en un arte propio, ya que las fotos de Andy Goldsworthy sí se pueden ver en galerías y museos, además de en sus numerosas publicaciones monográficas. 


Ríos y Mareas (Alemania, 2002) de Thomas Riedelsheimer es, hasta la fecha, el único documental autorizado por Andy Goldsworthy, y fue realizado a lo largo de un año en estrecha colaboración entre el artista y el realizador. Riedelsheimer ha sabido captar no sólo la belleza de las obras sino también su creación, su fragilidad y su posterior desaparición, además del singular espíritu y modo de trabajo de su creador. En 2002, Ríos y mareas fue galardonado con el Gran Premio del Internacional Festival of Films on Art de Montreal por ser ejemplo de una excepcional confluencia entre obra documentada y documento.

Erosión en Paisaje: tres poemas de Teresa Soto





Una colina de álamos era
plata bruñida
el temblor de la copa que rebosa.
La felicidad era toda mordaza
a la raíz, al tronco, a las ramas,
ignorante de lo argentino, de las copas.
Clavada a mirar el agua helada
..                  ..     ..      ..  hiriente de tan fría.
Era ese dolor, no otro, el trueque
de lo feliz, de lo cálido.





Nos fatigábamos esperando la distracción
del ciervo. Nunca caminé más despacio
que entonces. La distancia justa para
observar sin provocar espanto. Esperar
y agotar la vista en el mirar
hasta que
la mandíbula vuelve al pasto
..   ..    .. y rumia, traga
sabiéndose a salvo. Los que observan
no buscaban hierba ni sangre ni carnes,
tendones.
Hubo muchos pastos. Todos
se aúnan en este, ya lejos.




Seguíamos con atención el curso
del agua. Cada estación éramos
los primeros en llegar, admirados
siempre del movimiento de lo blando
hacia lo duro. Hielo y agua y espuma
río abajo. Quietos, tocábamos,
atentos a las superficies. Sumergían
a veces la cabeza los otros,
.      .      .  nosotros con ellos.
De la superficie al fondo
.   ..          ..       . y lo inverso,
qué fácil entender aquello, admirarlo.
Un martín pescador aferrado a la rama
del álamo. Cuántas horas ateridos
esperamos por el grito aquel del pájaro.
Nos daba, creo, la sensación clara
de lo feliz que uno podría llegar a ser.






Teresa Soto (Oviedo, 1982) es autora de los libros de poemas Un poemario (Rialp, 2008, Premio Adonáis), Erosión en paisaje (Vaso Roto, 2011) y Nudos (Arrebato Libros, 2013). Fue incluida en la antología Poesía en mutación (Alpha Decay, 2010) y su obra ha sido publicada en distintos medios, entre ellos: Cuaderno Ático, Revista Kokoro, Las Razones del Aviador, Mordisco, Suroeste, Clarín, Númenor, Confluencia y Campo de los Patos. Colabora en la sección de cultura de la revista digital sobre el análisis e información del mundo árabe Aish.

Es Licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por Universidad de Granada y cursó un Máster en Literatura Española en la Universidad de Colorado-Boulder con una beca Fulbright. Ha vivido en Estados Unidos, Italia, Egipto y Líbano. Actualmente reside en Madrid.



En este margen inmenso de lo no dicho: apuntes sobre Elegía en Portbou de Antonio Crespo Massieu.




Voy a compartir algunos apuntes sobre la lectura de este libro, apuntes necesariamente insuficientes para pretender dar cuenta de todo el caudal  poético que empieza a arrastrarnos nada más abrir sus páginas, como si nos asomáramos junto a Benjamin a un luminoso abismo.

El título nos lo advierte: se trata de una elegía, composición poética en la que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otro acontecimiento digno de ser llorado. Digno de ser llorado y que quizás no se lloró lo suficiente o el vencedor sepultó de manera prematura para poder construir su victoria sobre la tierra calcinada y la ignominia de los derrotados.

Me trajo los fragmentos de un poema de José Ángel Valente: Hibakusha, 

La Historia, trapos,
sumergidas banderas, barras
rotas, anegadas estrellas bajo
la deyección.

Alguien tenía que morir sin término.
¿Qué víctima?

¿Y por qué
fue ésta y quién los eligió
no queriendo saber que el acto de elegirlos
era aún más obsceno que la muerte?
¿Por qué nosotros?, dicen
simplemente los muertos.

Aún.
¿Quién llora
que no puede llorar
desde los cuencos secos?



Pero esa elegía es además canto: canto de duelo y sobre todo, de restitución, como aquel elevado en las sinagogas o entonado por los labios amoratados de quienes atravesaron la frontera rumbo al exilio. Cantar para conjurar el frío y el miedo. Cantar para auto-acunarse de alguna manera.





El poemario está dividido en tres libros interiores: “Libro de los Pasajes”, “Libro de la Frontera” y “Libro del Descenso y Diez cantos”, todo precedido de un poema con el que comienza la travesía a modo de interrogación “¿A partir de cuándo?”, en el que el Antonio desgrana las preguntas resorte:

Más ¿cuándo llegó el verbo?
¿cuándo el pájaro y su canto?
¿a partir de cuándo el canto?
¿cuándo su renuncia?

El “Libro de los Pasajes” se inaugura con una cita de Walter Benjamin: “El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia”.

Nada ha de darse por perdido” por más ínfimo que pueda parecer y, en este sentido, todo el poemario es un ejercicio de rescate, de abrigo de los escombros hasta tiempos mejores. En la actualidad se habla de memoria histórica que termina siendo una mera  mímica de reparación de parte de los estados, un gesto burocrático que no se ensucia con la tierra bajo la que no descansan los huesos. El gesto de Antonio -y allí está su valentía y, en mi opinión, uno de los enormes valores del libro- es de quien no teme empaparse con el llanto de los olvidados. Pero tampoco viene a hablar por ellos ni a prestarles una suerte de voz de la que carecieran (en ese afán ha respetado incluso las faltas ortográficas de los poemas infantiles). En este sentido, se trata de la memoria como ejercicio poético y político de resistencia: un ir a contramano de la amnesia. Recordar para no renunciar al canto.




El suelo del relato oficial, el relato de los vencedores, se resquebraja y se cumple una extraña ley: a más olvido, los huesos se vuelven más resplandecientes, fosforecen como esas luces malas del campo argentino con su fósforo extraviado; las psicofonías, los ecos, se tornan más y más perturbadores, voces que regresan pidiendo cobijo, como esa nana, Wiegala que cantaba Ilse Weber para adormecer a los niños en medio del horror en el campo de concentración de Terezin, a 61 kilómetros de Praga.

Niños que dibujaban mariposas con las hebillas de sus cinturones o un pedacito de carbón y así encontramos las mismas mariposas, los mismos cielos amenazantes, los mismos árboles dañados en Terezin, en Auschwitz, en Cerbere, en Portbou…Estas trazas infantiles son rescatadas por Antonio y por ello he querido que algunos de estos dibujos nos acompañen hoy como homenaje y fundamentalmente para recordarnos que la creación puede ser un acto radical de resistencia.





También pueblan el libro versos infantiles, como el pequeño poema que Frantisek Bass escribe en Terezin: “está abandonada, pudriéndose en silencio, lástima de casas, lástima de tiempos” ó “Eva Picková que escribió no, no, Dios mío, queremos vivir, no debemos morir” y lo escribió con doce años y dos años después murió en Auschwitz, en Diciembre del cuarenta y tres. Y estos versos y dibujos se entremezclan con los escritos por los niños del exilio español “y Conchita Jiménez que tiene doce años dibuja árboles, casas, unas gallinas, una mujer, una niña, un coche con banderas cruzadas de Cataluña y la República, este dibujo representa mi mamá, mi hermana y yo que nos bamos a Francia con un auto”.

¿Por qué nosotros?, dicen
simplemente los muertos.

Aún.
¿Quién llora
que no puede llorar
desde los cuencos secos?





En Elegía en Portbou encontramos a Antonio Machado, Rosa Luxembugo, Karl Marx, Rainer María Rilke, Paul Celan, etc. junto a Sancho, Padín, García, Vega, Franco, Rivada, nombres apenas conocidos de quienes portaron el féretro de Machado hasta el cementerio de Collioure.

Quién dará cuenta no sólo de los ilustres huesos, puesto que no hay huesos ilustres en estas páginas, sino huesos de perros sarnosos y fieles entremezclados por la ternura final, trueque de mausoleos por tumbas blancas o ni siquiera eso: la fraternidad de la fosa común, de aquellos caídos anónimamente cruzando el desfiladero hacia la frontera o en medio de la tortura entre las paredes descascaradas de una comisaría en Madrid. Y en las fosas comunes y en la piedra de tumbas blancas se abrazan nombres y ciudades. Las luminarias de Celan o Benjamin o Machado no eclipsan las luces de los otros caídos, más bien se confunden con ellos en una abrazo póstumo, en esa cópula a que obliga la fosa común, la utopía común deshecha.

Es una elegía y mucho más que eso: poema casa, poema barca para llevar a los caídos del destierro al transtierro. El dolor se ha convertido en casa, lo dice claramente el poeta en estos versos:

“(...) los que se perdieron en la arena de los campos, los que son sólo apellido en piedra, una tosca inicial, y los que esperan aún, los huesos entremezclados, confundidos, en las cunetas de la historia, todos, todas, caben aquí, tienen techo, comida, aliento, en estas páginas escritas, en este margen inmenso de lo no dicho”… (pág 136)

Porque como dice Benjamin: “Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer”.




Algo particularmente emotivo del libro es ese pasar lista a los caídos, hacerlos presentes mediante la corporeidad del verbo, de la palabra. Y me recordó esos collages con los rostros de desaparecidos que las madres y abuelas hacían en Argentina como un ejercicio reparador, así como tejían a dos agujas a la espera de noticias de sus hijos o nietos.

En Elegía en Portbou, los vencidos son conducidos a través de la palabra poética del destierro (lugar de la pérdida) al transtierro, lugar casi imposible de reunión, de reparación de la utopía para que siga alumbrando el presente.

Transtierro a un lugar común, reunión de la memoria hecha añicos.


Laura Giordani
[Texto de presentación de Elegía en Portbou en Valencia, el 3 de noviembre de 2011]





"Mirar el mundo con los ojos de las víctimas, los olvidados, los excluidos de la historia." 


Antonio Crespo Massieu (Madrid, 1951) es licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense y Diplomado en Estudios Portugueses por la Universidad de Lisboa. Profesor de literatura española en Enseñanza Secundaria. Entre sus publicaciones de referencia en poesía están "Elegía en Portbou" (Bartbely ed., 2011) y "Orilla del tiempo (Germania, 2005). Es autor también del libro de relatos El peluquero de Dios ( Bartleby editores, Madrid, 2009).