Como quien cuida un fuego: tres poemas de "La hija del capitán Nemo" de Cecilia Quílez





En La hija del capitán Nemo (Calambur Poesía, 2014), Cecilia Quílez ofrece un examen apasionado y elegante sobre el amor y la memoria. La poeta lleva de la mano al lector a través de espacios diversos de pérdida y fuego en los que explora la manera en que la experiencia, el erotismo y la intuición nos ayudan a respirar en un mundo hostil. Con un lenguaje simbólico y enérgico, acompañado a su vez de un tono que reivindica la propia jerarquía de mujer, sus poemas surgen desde la historia personal para cubrirnos física y espiritualmente. Quílez otorga a la vida cotidiana una dimensión lírica de lo que hoy supone ser mujer y vivir con plenitud la desobediencia frente a la dictadura del sobrevivir. Sus poemas desarrollan una sorprendente capacidad para atrapar y escrudiñar los deseos y las reflexiones más humanas. 
En sus meditaciones la poeta observa y cree en el mundo como quien cuida de un fuego o despierta a un amante. 

Julio Mas Alcaraz





El perro guardián ladra rabioso
La cincha que le ahoga
Es el error que le impide
Decir mata
La mano que le une al mundo
Es una rama inerte
Nadie se acerca
El miedo
Es un solo árbol
Donde orinan insomnes
Los perros sin dueño






(a Laura Giordani)

Laura tú de niña
Al lado de una perra herida
Sigues allí Caminas sin esconderte
La duda es un cepo donde espera el engaño
Escarbas en las hojas podridas Sabes
Cómo sangra el río
La muesca que no dice que nunca dirá
Laura tú de niña escapulario en llamas
Pupila en el ábaco Misma resta de la furia
Misma almohada de huesos miserables
Y una calavera demasiado tierna
Para digerir la pesadilla frente helada
La noche escucha aún tus oraciones
Tú y yo hemos pasado Laura
Por la misma carretera
Que rodeaba esa agonía
Lamiendo tierra entre las uñas
Agua de junco para pequeños cementerios
Aquellos animales
Y todas las demás bestias regresan
Dicen
Gracias por no dejarnos ir
O ser arteria en la locura
De los muertos
Absolutamente muertos
Eso Niña Laura
Era lo que tú escribías
Tan despierta





En aquel instante preciso
Un ángel
Tocó
Su mano



(a Jesús Quílez) 

Padre,

Estoy temblando de agua y frío. Me has arrojado a la casa
de la tempestad, en el páramo más alto donde la miseria está
preñada de sudor y miedo.

Oh, mi hermosa infancia entre las letras cenicientas de
Alejandría. Éste, padre, es el mayor naufragio de la tierra
prometida. Crecí entre pecios cubiertos de coral, ídolos de
recios antebrazos y cálidas mareas al cobijo de la pesadilla
incierta de la aurora. Paseábamos midiendo el esplendor del
vidrio caligráfico en los profetas legendarios, jugando a la
intemporalidad del limo suave del océano. Fuera, los centi-
nelas del caos educaban a los discípulos de la necedad en un
blues desafinado por el odio.

Mi eternidad, padre, sentenciada por siempre a esta árida
patria donde las lápidas escupen iniciales de inocentes. Es-
tán pidiendo justicia y pan para sus huérfanos. Me duelen
los oídos y puedo oírles cantar ahora mientras esparcían el
trigo felices de sí mismos. Sembraban a sus mujeres, a sus
hijos. Sembraban y toda la belleza les era devuelta en frutos
y el orden de las estrellas que les acompañaban. Somos al-
baceas de la herencia de un llanto. Bendito el sacrificio de
los que se fueron sin nombre dejando su llama en nuestra
conciencia.

Padre, fuiste condenado al destierro por los licenciados en
la cláusula de la codicia. Hoy alimentan a sus herederos con
un pájaro negro en la cabeza. Poco hueso para tanta baba.
Así es la mansedumbre de la victoria: un sedal de alambre
para peces ciegos. Te reconozco ahora, sin asilo para res-
puestas. Cada noche, padre, suena a las 12 el despertador
de la historia. Giran y giran las manecillas y una bailarina
con escafandra baila en mis ojos. Hay un afogue de lava
horadando mis entrañas. La repulsa a la pernada de la carne
por los infieles de la lealtad. Tú me enseñaste el arcano ma-
yor de la fábula bajo las ruinas de los dioses. Su luminaria
ha sido pasto del embuste en los molares de un tiburón
blanco. Inoculan ignorancia, ponzoña de vacío que desgarra
mis horas como una turba incontenible de gatos salvajes.
Asco digo, perdóname padre. Están bajando el precio a los
anuncios por pleitesía. La razón es ya una variz sin retorno.
 O acaso el traidor anhela su misericordia en el anzuelo con-
sagrado de lo inmortal?

Qué me has dado padre?…Son las 12 y no puedo dormir.
Tiemblo de agua y tiemblo de frío. Y no quiero ser vencida.





Cecilia Quílez, Algeciras (1965), ha publicado cuatro libros de poemas: La posada del dragón, Un mal ácido, El cuarto día y Vísteme de largo. Ha colaborado en programas de radio y coordinado y dirigido exposiciones de pintura y escultura. Ha sido incluida en recopilaciones junto a otros poetas como Entre el clavel y la rosa, Madrid Capital, Fuga de la Nada, El río de los amigos, Poetas a orillas de Machado o En legítima defensa. Coordina y dirige varios ciclos de poesía. Sus poemas han sido traducidos a varios idiomas. Actualmente codirige la editorial Tigres de Papel.

http://ceciquilez.blogspot.com.es/


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