Todo mi amor está aquí, Raúl Zurita por Javier Gil Martín





Todo mi amor está aquí

“Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar, a las montañas”, así reza la parte superior del Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político que se encuentra en la ciudad de Santiago, Chile. Es un monumento erigido en memoria de aquellos que murieron o desaparecieron por motivos políticos durante el periodo de la dictadura militar que comandó Augusto Pinochet, entre 1973 y 1990. Por ello, se encuentra en el Cementerio General y recoge el nombre de cada una de las personas represaliadas mortalmente durante este periodo funesto. El memorial fue inaugurado el 26 de febrero de 1994. La frase procede del poemario Canto a su amor desaparecido (1985), de Raúl Zurita (Santiago, Chile, 1950). Quien quiera acercarse a él, lo puede descargar en el inagotable espacio Memoria Chilena: 

http://www.memoriachilena.cl/temas/documento_detalle.asp?id=MC0011216

La obra del poeta santiaguino se inició en 1979 con Purgatorio, paralelamente al comienzo del Colectivo de Acciones de Arte (más conocido por el nombre CADA), al que también perteneció la narradora y por entonces esposa del poeta Diamela Eltit. El colectivo se propuso indagar en las posibilidades del arte para incidir en la vida y de la vida para incidir en el arte. En este sentido, apunta Zurita en una entrevista: “...en el nudo del CADA estaba la inseparabilidad del arte y la vida en lo que sigo creyendo como el único sueño, como la única meta que merece en el arte ser considerada: la vida como obra de arte”, y hablando de su percepción de lo literario dijo en otra entrevista: “A mí lo que me interesa son las evidencias carnales, es decir, una obra que desde la literatura se cumpla en la vida y no en la literatura, o no allí solamente”. Este extremo les llevó a hacer acciones de arte o performance en el contexto de “una realidad devastadora, donde el pathos fundamental era el miedo”, marcada por la represión y la censura en todos los órdenes de la vida, no solo el artístico.

Y como el propio Raúl Zurita indica al principio de Zurita (Delirio, Salamanca, 2012), “como tantos, despojado, en el año 1975 inicié mi trabajo entendido como una práctica para el Paraíso, no para el cielo vacío. El inicio de su camino se abre con el acto de haber quemado mi cara porque todavía no era posible marcar el cielo con el hecho corregido de nuestras vidas, pero en el documento de esa quemada se relaciona este acto con las estrellas de la noche”. Y este acto no es una metáfora, el poeta se hirió a sí mismo quemándose la cara con un hierro incandescente y, de hecho, ese primer libro que mencionábamos antes, Purgatorio, en su portada llevaba la foto de la cicatriz resultado de esta lesión autoinflingida. Y las estrellas que menciona tienen que ver con unos versos que se encuentran al final del libro: “mi mejilla es el cielo estrellado y los lupanares de Chile”, que además está inscrito entre las líneas de un encefalograma del propio Zurita.

Purgatorio fue además el comienzo de un ciclo con la Comedia de Dante Alighieri como referente al fondo que continuó con Anteparaíso (1982). Pero si el primero apunta a un “tránsito por la experiencia de lo precario y doloroso de la vida”, en palabras del propio Zurita, Anteparaíso se dirige a una colectividad, “es una experiencia de lo colectivo, en ese sentido apunta al Paraíso”, dice en la misma entrevista; y el Paraíso habrá de ser una construcción de todos, no de uno: “Pero la nueva marca en el cielo, no en la cara, ese será el Paraíso”, escribió en el mismo texto de Zurita que mencionábamos antes. Anteparaíso se abre además con el poema “La vida nueva”, que dice así: “MI DIOS ES HAMBRE / MI DIOS ES NIEVE / MI DIOS ES NO / MI DIOS ES DESENGAÑO / MI DIOS ES CARROÑA / MI DIOS ES PARAÍSO / MI DIOS ES PAMPA / MI DIOS ES CHICANO / MI DIOS ES CÁNCER / MI DIOS ES VACÍO / MI DIOS ES HERIDA / MI DIOS ES GHETTO / MI DIOS ES DOLOR / MI DIOS ES / MI AMOR DE DIOS”. Estos versos fueron escritos originalmente el 2 de junio de 1982 por aviones en el cielo de Nueva York (concretamente, sobre el cielo de Queens, un barrio más bien pobre habitado sobre todo por inmigrantes hispanohablantes).





El último gran happening que llevó a cabo Zurita, en 1993, fue una experiencia de “earth art” o “land art” cercana a los míticos geoglifos de Nazca que consistió en escribir la frase “ni pena ni miedo” en el desierto de Atacama, al norte de Chile. La frase tiene tal envergadura, más de 3 kilómetros de largo y 400 metros de ancho, que se puede ver con Google Earth en las coordenadas 24º2'49''S, 70º26'43''W.

Y ese “ni pena ni miedo” vuelve a apuntar a la represión sufrida por el pueblo chileno durante el periodo de la dictadura, como todo su Canto a su amor desaparecido, aunque este y suponemos que su obra en el desierto no solo apelan a Chile y su sufrimiento, sino también a otros países y espacios (como Angola, en África o Argentina, Guatemala o Amazonas en América) donde la acción represora ha dejado su funesto rastro.

“Ahora Zurita -me largo- ya que de puro verso / y desgarro pudiste entrar aquí en nuestras / pesadillas; ¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?”, con estas palabras empieza el Canto a su amor desaparecido, que se erige así como un lugar para el recuerdo, para dar un espacio a ese hijo y una respuesta a esa madre o padre que pregunta (aunque sea solo un lugar ficticio). Edmundo Garrido lo llama “Ciudad de la memoria” en un excelente artículo sobre el libro titulado precisamente “Construir una ciudad para la memoria”. En él desarrolla la idea del trabajo en el duelo que supone el poemario, llamando la atención sobre el esfuerzo de Zurita por dar voz y sitio a los desaparecidos por la represión política (los detenidos desaparecidos). Pero, como decíamos, no solo en su Chile natal; una de las partes del libro está formada por nichos en forma de texto que se disponen como cuadrados dedicado cada uno a alguno de esos países que sufrieron represión como Chile. A continuación aparecen dos mapas de un imaginario cementerio, “ciudad de la memoria”, en los que cada nicho corresponde a uno de estos países (o regiones).

Esto apunta a los desaparecidos, pero también, y de forma especial, a los que quedan, los supervivientes (familiares, amigos, amantes...), que sufrieron la pérdida y que además no pudieron realizar el necesario proceso de duelo para asimilarla y poder así continuar con sus vidas: “...el mayor daño es para los deudos que quedan inhabilitados, en sentido antropológico, para llevar a cabo el proceso de duelo correspondiente al fallecimiento de un ser querido. Nadie certifica su muerte, sólo su desaparición”. Y, como señala Edmundo Garrido, esto afecta al conjunto de la sociedad, entre otras cosas por ser la violencia sufrida una violencia institucionalizada: “...estos casos permean a toda la sociedad por su carácter público y por tener los crímenes su origen en el Estado mismo, no sólo en el momento del golpe de estado sino durante toda su permanencia en el poder”. 

Por su ambición y alcance, la obra de Raúl Zurita es una de las más importantes que han surgido en América en la segunda mitad del siglo XX y Zurita, el libro recientemente editado que antes mencionábamos, lo sitúa en ese mismo punto en lo que llevamos de siglo XXI, “una práctica para el Paraíso” que esperamos siga dando frutos como estos.






Ay amor, quebrados caímos y en la caída
lloré mirándote. Fue golpe tras golpe, pero
los últimos ya no eran necesarios.
Apenas un poco nos arrastramos entre los
cuerpos derrumbados para quedar juntos,
para quedar uno al lado del otro. No es duro
ni la soledad. Nada ha sucedido y mi sueño
se levanta y cae como siempre. Como los
días. Como la noche. Todo mi amor está aquí
y se ha quedado:


— Pegado a las rocas al mar y a las montañas.
— Pegado, pegado a las rocas al mar y a las montañas.
— Recorrí muchas partes.
— Mis amigos sollozaban dentro de los viejos galpones de concreto.
— Los muchachos aullaban.
— Vamos, hemos llegado donde nos decían —le grité a mi lindo chico.
— Goteando de la cara me acompañaban los Sres.
— Pero a nadie encontré para decirles "buenos días", sólo unos brujos con
— máuser ordenándome una bien sangrienta.
— Yo dije —están locos, ellos dijeron —no lo creas.
— Sólo las cruces se veían y los dos viejos galpones cubiertos de algo.
— De un bayonetazo me cercenaron el hombro y sentí mi brazo al caer al
— pasto.
— Y luego con él golpearon a mis amigos.
— Siguieron y siguieron pero cuando les empezaron a dar a mis padres
— corrí al urinario a vomitar.
— Inmensas praderas se formaban en cada una de las arcadas, las nubes
— rompiendo el cielo y los cerros acercándose.
— Cómo te llamas y qué haces me preguntaron.
— Mira tiene un buen cul. Cómo te llamas buen culo bastarda chica, me
— preguntaron.
— Pero mi amor ha quedado pegado en las rocas, el mar y las montañas.
— Pero mi amor te digo, ha quedado adherido en las rocas, el mar
— y las montañas.
— Ellas no conocen los malditos galpones de concreto.
— Ellas son. Yo vengo con mis amigos sollozando.
— Yo vengo de muchos lugares.
(...)


Raúl Zurita (Santiago, Chile, 1950)
De Canto a su amor desaparecido
(Santiago, Editorial Universitaria, 1985)



Artículo de Javier Gil Martín publicado en la revista Adiós, donde coordina la sección: "Versos para el adiós"




Raúl Zurita (Santiago, 1950). Entre sus libros se cuenta Purgatorio (primera edición 1979, segunda edición Ediciones Universidad Diego Portales, 2009), Canto a su amor desaparecido (1985), La vida nueva (1994), Los países muertos (2006). Ocupó el cielo de Nueva York (1982) y el desierto de Atacama (1992) como escenario para trazar importantes poemas. Ha recibido la beca Guggenheim (1984) y DAAD de Alemania (2002) y, entre otros, los premios Pablo Neruda (1988), premio Nacional de Literatura de Chile (2000) y José Lezama Lima (Cuba, 2006). Su obra ha sido traducida a varios idiomas.



Tres poemas de John Burnside- "Conjeturas y esperanza" (Antología 1988-2008), edición al cuidado de Jordi Doce






SEÑAL DE STOP, CERCA DE HORSLEY

Humo en el bosque
igual que un personaje de película muda
que caminara junto a los raíles.

Una forma que reconozco; no es humo, o no es sólo el humo,
y tampoco es la nieve sobre los avellanos
o las huellas de un zorro entre el andén y los árboles,

sino el invierno, ni amigo
ni extraño, como la niña que a veces vislumbro

al alba, cerca de la barrera, con un vestido
de bayas y aguanieve, viendo pasar el tren.




PARUSÍA

Podía imaginar una presencia bíblica:
un oscurecimiento de la materia como
este cielo cargado, antes de la tormenta,
los tilos junto a la estación
manando lluvia,
cierta dureza, una costra de pus y sangre,
una herida en el aire, una voz sobre los tejados,

pero creo que si viniera
sería algo más sutil:

un borrón en el rabillo del ojo, una luz engañosa,
o la noción de que las cosas se han venido

más cerca: farolas y tapias,
setos de alheña, árboles, la puerta del vecino,
tan íntimos de pronto, y allá en la oscuridad,

definidos y comprendidos, los animales
-raposa y comadreja, lechuza y pipistrelo-,
agraciados con los instantes de privilegio en que duermen
     y matan.






QUEMAR A UNA MUJER

TARDE oscura. Las casas de Eastwood Road
son belgas, de repente y alguien
ha encendido una hoguera en un rincón del seto;

húmedo y lento, un vellón de humo amarillo
se aferra igual que moho a las hojas, y pienso
en mi padre, de pie en el patio de Handcross Court,

quemando a mi madre dos semanas después de su muerte:
su único abrigo, su escoba de bruja hecha de bufandas,
gorros y medias de nylon, cintas de madreperla.

He trabajado sobre este plano desteñido
sin acertar jamás,
creyendo verle andar de un lado a otro
arrastrando vestidos, avivando las llamas con zapatos
para verlos arder,
y luego viéndome a la mañana siguiente, bajo la lluvia,

buscando qué salvar de las cenizas, horquillas y abalorios,
un rastro de botones como huevos que se enfrían en un nido,
o el boceto de plumas y punto de cruz al que ella sacó partido
       una vez.





John Burnside (Dumferline, Escocia, 1955), poeta y novelista, cursó estudios de literatura inglesa y de lenguas europeas en el Cambridge College of Arts and Technology, y trabajó un tiempo como programador informático.
Ha sido escritor residente en la Universidad de Dundee, y en la actualidad imparte clases en la St. Andrews de escritura creativa. Su primer libro de poemas, The Hoop, vio la luz en 1988. Desde entonces ha publicado once poemarios entre los que destacan Common Knowledge (1991), Feast Days (1992), The Myth of the Twin (1994), The Asylum Dance (2000) —con el que obtuvo el Premio Whitbread Poetry—, The Light Trap (2001), Gift Songs (2007), The Hunt in the Forest (2009) y Black Cat Bone (2011), además de un volumen de Selected Poems (2006). Recientemente, la editorial Pre-Textos ha publicado Conjeturas y esperanza (Antología poética 1988-2008), al cuidado del poeta y traductor Jordi Doce.
Burnside es también autor de seis novelas (A Summer of)) Drowning, de 2011, es la más reciente), del libro de relatos Burning Elvis (2000) y de dos libros de memorias, A Lie About My Father (2006) y Waking Up in Toytown (2010).
Actualmente reside en Fife, Escocia, dedicado profesionalmente a la literatura.





CONJETURAS Y ESPERANZA 
(Antología 1988-2008)

Edición al cuidado
de JORDI DOCE

COLECCIÓN LA CRUZ DEL SUR * EDITORIAL PRE-TEXTOS
2012



Iluminador texto introductorio sobre la poesía de J. Burnside, reproducido por cortesía de su autor, Jordi Doce.



El don del mundo

Jordi Doce

Desde hace poco más de dos décadas, la poesía de John Burnside (Dumferline, Escocia, 1955) se ha centrado de manera obsesiva en la indagación el sondeo alerta, la escucha de los lugares entre, los ámbitos de transición donde lo real (animales y plantas, luces y sombras, edificios dejados a su suerte y restos industriales) parece darse exento, libre de carga o de significado humanos. Ya en los poemas de The Hoop (1988; La anilla), su primer libro, Burnside dibujaba las lindes de su coto de caza preferido: las afueras y barrios residenciales de las ciudades de provincia, el anillo suburbano donde asfalto y naturaleza se mezclan o entreveran creando bolsas de quietud y abandono. Territorios inciertos o soluciones de continuidad donde la calma puede trocarse en amenaza cuando menos se espera, descubriendo las grietas de esa ficción llamada una vida normal: descampados y bosques que se tocan con jardines domésticos, arcenes de gravilla donde crecen la ortiga y la acedera, arroyos hundidos en la maleza donde no es imposible que algún niño se pierda o haga daño
            El propio autor mostró sus cartas con su habitual inteligencia en un breve y temprano apunte de poética:

Mi obra se ocupa de una serie de asuntos recurrentes: la continuidad; la cualidad misteriosa del mundo natural y los momentos de revelación que a veces se presentan a los que parece que vivimos al margen de ese mundo []; las nociones de identidad como individuo aislado con una conciencia cambiante del yo y como miembro de una comunidad de vivos y de muertos […]

            Doce libros más tarde, hasta Black Cat Bone (2011; Hueso de gato negro), el elenco de espacios de transición o de apertura se ha ampliado notablemente: los viajes, siempre numerosos, el traslado con su familia a una casa de campo, la vecindad del mar y de un puerto pesquero que aparece en sus últimos poemas como trasfondo del paseo y de la reflexión, han convertido a Burnside en algo así como un experto en epifanías, un buscador de márgenes donde sean posibles instantes de revelación o asombro: el agua donde brillan manchas de gasolina, un hondón de hojas secas, una redes tendidas en el muelle, un matiz peculiar de la neblina o de un tronco de arce El yo de estos poemas suele estar caminando o conduciendo, con un ojo en las cosas o absorto en sus cavilaciones. A veces se acompaña de su hijo, otras se mueve solo, pero siempre expectante, los sentidos alerta, en un estado de porosidad que disuelve los muros entre adentro y afuera, que hace de la inacción un acto productivo, una forma de estar en el mundo y hacerse con él sin poseerlo. El mundo se percibe entonces como un continuo inmenso que sucede, a todos los efectos, en un yo abierto, no acotado; un yo, digamos, que discurre que fluye mientras piensa tan dentro como fuera. No hay posesión ni límites. Y así se entiende la insistencia del poeta en la «comunidad de vivos y de muertos», su énfasis en «la continuidad» del mundo, su noción del sujeto como espacio voluble, recorrido por fuerzas y tensiones de las que ignora casi todo salvo que constituyen lo real verdadero, un estado más alto de conciencia o de vida. El propio Burnside suele citar un lema del poeta norteamericano Charles Wright una de sus mayores admiraciones que no puede venir más a propósito: «El otro mundo está aquí, justo debajo de la yema de los dedos». O como él mismo se encargó de aclarar en una nota sobre la poesía de Pauline Stainer:

Lo místico no es cómo estén las cosas en el mundo, sino que el mundo mismo exista… Hay cosas, en efecto, que no pueden decirse con palabras. Se aparecen. Ellas son lo místico.

            Estas «apariciones», en efecto, son el eje de sus poemas, la razón que los mueve. Pero todo sucede, como se ha insinuado, en el plano de los sentidos, mediante un acto de discernimiento que radica en el cuerpo y se proyecta desde él. Algo profundamente físico, pues, tan íntimo como incomunicable, para lo que es preciso forjarse un nuevo idioma, desplazar las palabras de su curso habitual, hacerlas respirar de otra manera. Como si fuera un ejercicio de meditación, también la poesía nos exige domar la cadencia respiratoria, hallar el ritmo que se nos asigna como una marca de agua:

Lo místico es una experiencia elusiva y hondamente privada que es prácticamente imposible de describir con el lenguaje público. El poeta a quien le incumbe lo sagrado debe encontrar formas de expresar esta sensación de hallarse vinculado, ligado al mundo […] Dicho poeta, de algún modo, debe encontrar formas de describir ese plano celular, como de carne y sangre en la pared del estómago, en el que a veces aprehendemos la realidad.

            El ritmo de esta poesía, su acento, se establece de forma inconfundible desde los libros iniciales. Una sola palabra lo define: fluidez. Una fluidez sencilla, sin alardes, que encuentra la manera de encadenar los versos como si fueran dobles o reflejos del paseo mismo que los va concibiendo. Su naturalidad es la del caminante, la de quien mira y piensa y deja que el pensar también emprenda su camino. Es un ritmo sutil, discreto, que pasa por los ojos y los labios con la reiteración algo monótona del agua. Con los años los versos (sobre todo a partir de The Asylum Dance [El baile del manicomio], publicado en 2000) se van deshilachando, rompiendo en unidades que, al aislarse, parecen cobrar otro sentido, vestirse de una urgencia que las acerca, se diría, a la dicción de Creeley o William Carlos Williams. Pero Burnside no deja de ser nunca un poeta ferozmente británico, tal vez a su pesar. Su vocación abiertamente mística, sus lecturas hispanohablantes (Guillén, Jiménez, Paz) o el modo en que parece apartarse a conciencia del prosaísmo irónico de sus contemporáneos (Motion, Armitage, Duffy) no esconden su esencial fidelidad a los viejos principios del linaje romántico inglés. Una fidelidad que toma del budismo más bien, de la lectura que han hecho del budismo los escritores norteamericanos Gary Snyder y Thomas Merton, por nombrar dos influjos inmediatos una nueva noción de la naturaleza como «una amplia red interconectada en la cual todos los objetos y los seres son necesarios e iluminados [] El halcón, el vuelo en picado y la liebre son uno»[1] (Snyder), pero que no ha depuesto su afán de concreción, su sed de pormenores, su amor por las palabras que denotan y discriminan. Los poemas abundan en nombres familiares de plantas y animales, de utensilios, en voces dialectales que traen al recuerdo, con potencia casi alucinatoria, una escena de infancia que el idioma marcó entonces con su sello.
            Su noción del lenguaje, sin embargo, no es tan sencilla ni inocente. Como afirma muy bien Arthur Terry, «[Burnside] retoma uno de los grandes temas del modernism: la idea de que el lenguaje por fuerza distorsiona la experiencia». Una vertiente de esta idea nos dice que los nombres no son sino «la pátina de las cosas» («Septuagésima»), un barniz que enmascara y difumina. Así ocurre también, por ejemplo, en «Poema ocasional», dirigido a una niña de dos meses, donde se dice claramente que:

lo que sabe de los perros,
o de la luz, o el agua, es un misterio a nuestros ojos,
que los hemos nombrado y extraviado,
verdad resuelta en la gramática
que viste y mina nuestro pensamiento
y oscurece su asombro ante éste, el imposible mundo.

            Pero esta cruz, para Burnside, tiene su cara: el lenguaje, el poema, es un modo asimismo de hacer posible lo real, de concebirlo y darle forma, de dar a luz, en fin, «la promesa que ha de cumplirse / moldeando el lenguaje», según dice en «Los muertos». Aunque nada es tan fácil. Como toda interfaz, el uso del lenguaje implica pérdidas: la riqueza del mundo, su cuerpo ilimitado, no logra franquear indemne las redes de palabras que lanzamos para atraparlo y comprenderlo; pero también nosotros, de otra parte, nos vemos incapaces a menudo de otorgar existencia, de encarnar en palabras, la «promesa» pendiente en suspenso de la imaginación.
            Esta noción de las palabras como garantes de existencia, expresada en «Los muertos», tiene que ver, por lo demás, con su idea del arte como un proceso alquímico de extrañamiento, un deseo tenaz de bañar de misterio los pliegues de lo cotidiano, como sugiere un breve comentario sobre Merz de Kurt Schwitters que se puede y se debe leer en clave de poética:

[El principio de Merz es]: toma los detritos de este mundo, las cosas que extraviamos y que arrojamos a la basura, las cosas que ni siquiera sabemos que tenemos, y las reconfigura, invistiéndolas de una cualidad no reconocida previamente pero inherente a ellas. Al hacerlo, descubre lo que el gran fotógrafo Raymond Moore denomina «la tierra de nadie entre lo real y la fantasía, el misterio de lo corriente, la rareza de lo corriente». Este descubrimiento se basa en la voluntad de aventurarse en tierra de nadie por la sencilla razón de que esa tierra de nadie está ahí; se basa, de hecho, en la voluntad de convertirse en un expatriado de la imaginación.[2]

            Esa «tierra de nadie entre lo real y la fantasía» es justamente el campo de actuación del poeta, el final de su búsqueda: la lectura del libro del mundo se combina con un profundo empeño por acceder a un plano trascendente, algo que dé sentido o revele la íntima vinculación de cada cosa con las demás. Pero ¿cuál es la fuerza, el impulso que anima tal empeño? En otro breve texto sobre el pintor Paul Nash (1886-1946), célebre por sus cuadros de guerra y sus paisajes -algunos de los cuales se solapan con los que él mismo ha escrito-, Burnside define a Nash «como un guardián, no sólo de un paisaje que siento más que ningún otro como mi hogar, pero también de un conjunto de mitos -una idea de fuga o de vuelo, pongamos, o la tensión entre el conflicto humano y una forma muy específica de lo pastoral o bucólico- que, a mi juicio, es crucial para nuestro tiempo». Palabras que también definen su escritura, escindida entre el vuelo trascendente y la pulsión terrestre que examina la pérdida, el conflicto, la violencia del hombre con el hombre (así en «Falta de pruebas» o en las cinco secciones, rabiosas, de «Quemar a una mujer»), la vejez y el olvido, la locura (como en «El baile del manicomio»), el dolor de la carne y su declinación.
            De este conflicto surge otro de los impulsos centrales de esta obra: la piedad. Una piedad que nace -se ha dicho- de su fe en la comunidad que une a vivos y muertos, en los lazos profundos y tenaces que atraviesan el tiempo y lo diluyen hasta crear una ilusión de presente perpetuo. Los poemas tempranos están llenos de huellas enigmáticas, de fantasmas y náyades, de niños que se ahogaron y siguen inquietando a sus vecinos, de visitas efímeras y rastros nebulosos. Un fragmento del texto sobre Nash ya citado guarda, en este contexto, un enorme valor simbólico. En él Burnside relata una experiencia de sus años normales o «monásticos», cuando buscó refugio de sus propios excesos en un pueblo de Surrey, tratando de llevar una vida vulgar, una rutina estricta que impidiera, como evoca en su libro de memorias Waking up in Toytown, el recurso a las drogas o el asalto de la apofenia:[3]

Hace algunos años, tuve un trabajo que incluía limpiar las casas de los muertos. Era el manitas de una urbanización para jubilados y pensionistas y me tocaba guardar en bolsas de basura todo cuanto quedaba en las casas una vez que se habían llevado las cosas de valor: todos los viejos periódicos y fotografías, los programas de mano hechos jirones y las tazas desconchadas, las plumas estilográficas sin tinta y las flores de seda descoloridas de una existencia que la historia había juzgado anodina. Era un trabajo humillante e inspirador. Tratar con las últimas posesiones de los muertos despertaba en mí una especie de magia compasiva y, aunque mi trabajo cotidiano era bastante aburrido, siempre consideré esa parte de mi tarea como sagrada: al juntar los objetos perdidos de una vida podía sentir el espíritu de los difuntos pasar, fugazmente, de una boquilla o una vieja cuchilla de afeitar a mi carne aún viva.

            «Alma» es una palabra que aparece a menudo en estas páginas. Alma, o su doble: «espíritu». Pero para entender esta reiteración hay que irse más atrás, a la forma en que el yo se difumina conforme avanza el texto y abandona la anécdota inicial; todo lo que sucede, lo que va acumulándose en forma de palabras que organizan y dan sentido a la experiencia, va esponjando y borrando la conciencia del ser; el yo se ve cruzado por fuerzas que le exceden o, siendo más concretos, por una percepción –el budismo de nuevo– de la fraternidad esencial de las cosas, de su interdependencia mutua. Pero hay más, desde luego. Como explica Arthur Terry, Burnside retoma el mito del gemelo («la necesaria coexistencia del yo con el otro») a fin de rebasar los límites del yo tradicional: «En la versión del mito de Burnside, el alma se reproduce dividiéndose en dos; el gemelo resultante es no-idéntico y así puede encarnar la ‘otredad’ que figura en los poemas». Escisiones, flashbacks, desdoblamientos…, pero también cambios de perspectiva, relatos conflictivos, versiones divergentes de un suceso que cambia cada vez, con cada nuevo intérprete (algo que se evidencia, sobre todo, en los grupos o series de poemas, muy abundantes en sus libros finales, como «Una historia popular», «Epitalamio» o «Puertos»). A veces se diría incluso que el yo sólo consigue entender su vivencia desde fuera, gracias a esta mirada externa –¿ajena?– de su doble o gemelo.
       Muchos de sus poemas más recientes están llenos de fórmulas tomadas de la herencia cristiana y, en concreto, la tradición católica: vía negativa, plegaria, Pentecostés, anunciación, parusía… Hay un inconfundible aliento espiritual en tales piezas, pero ¿de qué naturaleza exactamente? Aquí la parusía, por ejemplo, parece no incluir a Cristo; no hay Segunda Venida ni presencia divina. Sí, quizá, la nostalgia de un final de los tiempos, o de un advenimiento que infundiera sentido a la existencia. Nostalgia, pues, de una presencia, de una luz hecha presente –un éxtasis estático, continuo–. Tras una juventud de trastornos y excesos -la falacia biográfica aquí no está de más, en mi opinión-, Burnside parece haber querido para sí la vía negativa, la belleza de la renuncia y el retraimiento. Algunos de estos textos ensayan una suerte de austeridad sombría, versos breves y secos que fingen los chasquidos de la nieve, la deflación del mundo a un puñado de trazos sugestivos que parecen bastarse para decir su búsqueda, el asombro. Una banda sonora de esta etapa (desde El baile del manicomio en adelante) podrían muy bien ser los últimos trabajos de Sibelius, de progresiones lentas y espaciosas como un cielo de tundra. La sensibilidad de Burnside tiene mucho de religiosa, sí, pero el empeño trascendente está plagado de vacilaciones, de dudas razonables, y escoge muchas veces la inmanencia, la plenitud de lo que existe. Hay una oscilación, un equilibrio que se inclina por turnos hacia sus dos costados. Lo recuerda el poeta escocés W. N. Herbert en líneas memorables que capturan la extraña luz que recorre esta obra, el vacío que alienta detrás de sus figuras y apariencias:

La poesía de Burnside parece a veces habitar un mundo del que todos los arcángeles y sirvientas del Señor acabaran de marcharse, dejando las sagradas estructuras intactas pero deshabitadas. Sus habitaciones están llenos de espacios angeliformes, sus exteriores resuenan con la ausencia de coros celestiales, y su poesía oscila entre Sehnsucht e inmanencia hasta el punto de evocar el olvidado adjetivo «milagroso».



[1] Algo, por lo demás, que no es tan diferente de ciertas concepciones holísticas de Coleridge. Esta cita, por cierto, habría hecho las delicias de Ted Hughes.
[2] Algo, por cierto, que no está muy lejos de las ideas de Ángel Crespo cuando afirma que la poesía «consiste… en ir cargando a las cosas de significados de los que aparentemente carecen y que, no obstante, se encuentran desde siempre en ellas, en espera de que alguien los descubra y nos ayude, al hacerlo, a comprender al mundo y a comprendernos a nosotros mismos. Estos significados pueden ser puramente estéticos –lo que los justifica enteramente– o pueden tener un carácter más profundamente poético y revelador» (Las cenizas del fuego, 1987).
[3] «La apofenia es la experiencia consistente en ver patrones, conexiones o ambos en sucesos aleatorios o datos sin sentido. El término fue acuñado en 1959 por Klaus Conrad, quien lo definió como ‘visión sin motivos de conexiones’ acompañada de ‘experiencias concretas de dar sentido anormalmente a lo que no lo tiene’. Conrad describió originalmente este fenómeno en relación con la distorsión de la realidad presente en la psicosis, pero ha llegado a ser más ampliamente usado para describir esta tendencia en individuos sanos sin que esto implique necesariamente la presencia de enfermedades neurológicas o mentales» (Wikipedia). A Burnside le fue diagnosticada apofenia a comienzos de los años ochenta, después de casi una década de vida nómada y adicciones varias, como relata con atrayente sinceridad en sus dos libros de memorias.


Jordi Doce (Gijón, 1967) es autor, entre otros, de los poemarios Lección de permanencia (Pre-Textos, 2000), Otras lunas (DVD Ediciones, 2002) y Gran angular (DVD Ediciones, 2005). Ha traducido a W. H. Auden, William Blake, John Burnside, T. S. Eliot, Geoffrey Hill, Ted Hughes, Charles Simic y Charles Tomlinson. Coordinador de los volúmenes de ensayos Poesía hispánica contemporánea (con A. S. Robayna; Galaxia Gutenberg, 2005) y Poesía en traducción (Círculo de Bellas Artes, 2007), en prosa ha publicado Bestiario del nómada (Eneida, 2001), los libros de notas y aforismos Hormigas blancas (Bartleby, 2005) y Perros en la playa (La Oficina, 2011), los ensayos Imán y desafío. Presencia del romanticismo inglés en la poesía española contemporánea (IV Premio de Ensayo Casa de América; Península, 2005) y La ciudad consciente. Sobre T. S. Eliot y W. H. Auden (Vaso Roto, 2010), el libro de artículos Curvas de nivel (Artemisa, 2005) y el diario La vibración del hielo (Littera Libros, 2008). 

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Cuando la palabra poética abre las venas del mundo. Caoscopia de Yaiza Martínez




Caoscopia (Colección ONCE de Amargord Ediciones, 2012) de Yaiza Martínez (Las Palmas de Gran Canarias, 1973) es el quinto poemario de una serie que se inauguró con Rumia Lilith (2002), continuó con El hogar de los animales Ada (2007), Agua (2008) y Siete, los perros del cielo (2010). La necesidad de traer aquellos títulos antes de adentrarnos en Caoscopia es quizás la de reconocer un proyecto de escritura poética que ha abundado en experimentación sin renunciar a un lirismo delicado. En este último libro, Yaiza Martínez lleva esa indagación en la materia del lenguaje aún más lejos, y con esta apuesta se consolida como una de las voces más insólitas y promisorias de la poesía española actual. 

En unos “Apuntes” finales, la propia autora da cuenta del significado del término que da título al libro: “caoscopia”, tomado del libro Caos, creatividad y conciencia cósmica (Ellago Ediciones, 2005) en el que el matemático norteamericano Ralph Abraham concluye “A partir de datos totalmente caóticos, observados de esta forma particular, mediante la caoscopia, se obtiene un conjunto de puntos en un plano. Si los datos fueran realmente aleatorios, los puntos estarían distribuidos por todo el plano. En lugar de eso, forman una curva suave!. Posteriormente, agrega la autora: “ A la hora de escribir Caoscopia, me propuse plasmar el goteo de la conciencia, lo que acabó trazando una curva semántica suave, que vertebró toda la obra: el ser/el no-ser/voz del amor/ en el lenguaje/.” Esa serie se repite tres veces y su importancia no es menor: esta vertebración en torno a una figura es algo que puede encontrarse en libros anteriores. Así, en Siete-los perros del cielo, la escritura se despliega como una estructura circular, en espiral, como el estambre de las flores o las antenas de algunos insectos y no puede leerse de otra manera que no sea “regresando”; en El Hogar de los animales Ada y Agua está presente un linaje femenino en forma de red o telaraña, estirpe de madres y abuelas tejiendo el discurso. Entiéndase: no se trata de un mero abordaje temático pues ese universo de símbolos que tan eficazmente despliega la poeta tiene su correspondencia en la propia estructura de sus libros: abierta, "arbórea", no lineal. No basta con decir algo nuevo; hay que decirlo de una manera nueva, aún a riesgo de balbucear o fracturar el lenguaje. 




Así como una mayoría escribe poemas que luego se reúnen en torno a algún criterio -sea éste semántico, musical, etc- en la escritura de Yaiza Martínez los poemas parecen agruparse y respirar acorde a una nervadura: mandala, o estructura radiante que les precede como matriz e imanta los fragmentos hasta hacerlos gravitar como podría hacerlo un sistema solar o un átomo con sus electrones. Y quizás esto explique la sensación de estar ante una hoja cuya nervadura resplandece sin afectación (la forma no secuestra el sentido ni lo eclipsa), con la misma gracia de quien nos tiende la palma de la mano para revelarnos su cartografía viviente. 

El poemario está atravesado por espectros y voces que se mezclan en un eterno presente, cosidos por el lenguaje: vivos y muertos se sientan a la mesa y el tiempo se libera de esa linealidad casi candorosa que le imprime nuestra percepción miope. 


Todos ellos, muertos y vivos, adornaron entonces la mesa, 
pero algunos pisaron más hondo en el barro de la memoria 

en este lenguaje confluirán cadáveres y alimento 

La escritura de Yaiza Martínez “pone en juego” la sintaxis a través de omisiones, fracturas: hay riesgo e incluso -al modo del niño que dibuja una rayuela en cuyo ábside escribe la palabra “cielo” y numera los peldaños por los que brincará hasta él- hay ludismo en el trato con el lenguaje sin renunciar a ese temblor que hace del poema algo más que un puro artefacto. 




Los poemas fluyen en una cotidianeidad (con esa naturalidad se sientan a la mesa familiar vivos y muertos) que, sin embargo, no excluye esa carga de extrañeza necesaria para conmover al lector. 

Uso de dolor como abono –tierra que sabe, ay, 
Se muere igual 
Por este camino decide 
Qué le vas a decir a los allegados 

Sobre esta mesa confluirán cadáveres y alimento (1) 

(1) Así velamos la vida y la muerte. A esta mesa nos sentamos los vivos, con nuestros muertos a la espalda. Y en cada gesto que reiteramos, se produjo la posesión. 

Encontramos ochenta y seis notas a pie de página que proliferan de manera subterránea, raíces que se prolongan para auscultar una “realidad” que -según avanza el conocimiento científico- muestra la precariedad de sus contornos. Estas notas no están presentes en todas las páginas (en la segunda “voz del amor” están completamente ausentes), siguen su propia numeración y generan subnotas en un crecimiento rizomático (no unitario, sin una concatenación lógica). Quizás las cifras remitan a una trama necesariamente incompleta, a la que le faltan piezas imposibles de restituir. Y con frecuencia ocupan más espacio en la página que el propio “poema”, como si se dejase un árbol con sus raíces expuestas para mostrar cuánto de discurrir sumergido está apuntalando lo visible. 

 y sobre tierra porosa las raicillas 
como fibras neuronales 
que se despliegan

palpitan al unísono (58) constelaciones, 
sustancia blanca 

(58) Lo que es allí es también aquí. Despega las hojas genitales (59) para escuchar la lengua –candado folicular, dulce recorrido de reiteración, por geometría-. Del confín al cogollo es ahora, se dice. Cierra después las hojas, y deja descansar lo oscuro. 




Por otra parte, sería erróneo suponer que dichas notas obedecen –como algún lector distraído pudiera concluir- a una voluntad de “explicación” del poema y ni mucho menos a una operación de contextualización. Son una pieza viviente y clave: tributo a lo que sostiene el sentido manifiesto desde su posición subalterna, operando al modo de un hipertexto, es decir, textos “vinculados” que pueden ser leídos de forma no secuencial o “multisecuencial”. Tal vez aquí se encuentra una clave central de lectura de una poesía que no sólo se renueva en la elección de sus temas sino que renuncia a seguir perpetuando ciertos patrones obsoletos (en torno a los que gravita gran parte de la poesía, newtoniana todavía). Quizás esto explique,además, la distancia que gran parte del público siente respecto a la poesía con sus jardines de lotos putrefactos y su sintaxis ranciamente resplandeciente. ¿Cómo podría escanciarse un vino nuevo sin romper los viejos odres? 

La figura de las matrioskas está presente y no podría ser más precisa: para trazar un linaje de “madres del tejido”e hijas. 

(78) Amadas matrioskas, no calléis ni me dejéis sola en el filo, entre muertos y 
vivos, en perpetua sobremesa. Miedo tengo al saber del amor y de la ausencia, 
a la trampa candado sin la que nada existe, por la que todo desaparecerá. 
¿Qué haré sin vosotras, sumida a caoscópica geometría que debo cantar en 
balance continuo? 

También se hace referencia en el poemario al biólogo Rupert Sheldrake quien en su hipótesis sobre la causación formativa introduce la intervención de campos mórficos que pueden entenderse como estructuras inmateriales que representan un soporte para que la información fluya entre y por los organismos. Estos campos contienen además, una especie de memoria acumulativa tendiendo a ser cada vez más habituales.

(55) Arcos de caminar, de una y de múltiples. En bajo relieves tallados todos vuestros 
recorridos –mi andadura es repetición y jarapa del invento tejida en telar de 
montaña, pues el mantenimiento de la tradición es también fuente de lo innovado- 
repito en sueños, ante el científico británico (56) 

Con Caoscopia, la escritura de Yaiza Martínez hace que los tiempos coexistan en un eterno presente (no abolido del todo) y que los espacios se agrieten poniendo en crisis hasta la solidez de lo visible. Así, nos encontramos ante una escritura que se sumerge en un espacio difícil de precisar. Quizás sea esa dificultad, precisamente, lo que la hace más interesante en su singlar viaje. 

Laura Giordani 

Reseña publicada en la revista Naguaya nº 18, "Una temporada en la nube" (Enero de 2013)




Yaiza Martínez (Las Palmas de Gran Canaria, España, 1973) es Licenciada en Filología Hispánica por la UCM. Ha trabajado como periodista, traductora y profesora de escritura y de español para extranjeros. Actualmente, es redactora-jefe de la revista Tendencias21. Ha publicado los poemarios Rumia Lilith, (Ateneo Obrero de Gijón, 2002), El hogar de los animales Ada (Devenir, 2007), Agua (Idea, 2008), Siete-Los perros del cielo (Leteo, 2010) y Caoscopia (Amargord, 2012). También es autora de una novela, Las mujeres solubles (Lulu.com, 2008). Ha sido incluida en la antología de poesía Poetas en blanco y negro. Contemporáneos (Abada Editores, 2006); en la antología de relato breve Tripulantes (Editorial Eclipsados, 2007); y en el libro coral Por donde pasa la poesía (Baile del sol, 2011).